
El polígrafo es un instrumento diseñado para medir cambios en la respuesta fisiológica de una persona. Mide cambios en la respiración, presión sanguínea y sudoración mediante sensores, todo muy científico. El problema radica en que el supuesto básico que fundamenta el uso del polígrafo es, en esencia, incorrecto. Así, se supone que unos cambios fisiológicos debidos a una activación del organismo indican que el sujeto miente.
Así de simple. Los datos son analizados por personas que deben interpretar esos cambios y afirmar si el sujeto ha mentido ante determinadas preguntas. Un poco a lo “vidente”, me supongo yo.
En definitiva, se puede concluir que un cambio en las medidas fisiológicas indican cambios en la activación del sujeto, pero no que esté mintiendo ya que el nivel de activación puede variar por otras razones. Entre esto y la falta de seriedad por el uso indiscriminado en programas rancios puede decirse que sí, que el polígrafo ha muerto (o debería hacerlo).
El neurocientífico Lawrence A. Farwell, fundador del Brain Fingerprinting Laboratories en Seattle ha encontrado una solución. Se trata de la técnica llamada “Brain fingerprinting” (que vendría a ser algo así como huella cerebral). Es una técnica que analiza la respuesta fisiológica, pero de una forma mucho mas sofisticada.